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https://drive.google.com/folderview?id=0B__MJePvPzjsfnlvMHNaNGQ1Rklxd3dJazhzTjkwaDFLOEhkTzBkdW90LVN1Q29raXktTzA&usp=sharingNUREMBERG, CRÓNICA DE UN VIAJE A ALEMANIA
06-12-95
El día
seis comienza muy temprano y terminará en la carretera atravesando Francia de
Sur a Norte. En el momento de cruzar la frontera francesa nos previenen de lo
difícil que puede resultar hacerlo a través de París a causa de las huelgas en
que las más importantes ciudades de Francia están sumidas. Por este motivo
tomamos la decisión de seguir la ruta que pasa por Tolouse y Lyon y llega hasta
Strasburgo. Periódicas paradas nos han permitido estirar brevemente las piernas
y tomar algunos alimentos. Ya bien entrada la tarde, en Alemania, paramos en un
área de servicio cuyo aspecto ordenado y pulcro nos confirma el concepto de
concienzudos con que habitualmente concebimos a los laboriosos alemanes. Aquí
surge la primera de mis anécdotas del viaje. Quiero pedir una cerveza en la
barra del bar e intento comunicarme con expresiva mímica señalando mi demanda con apoyo de mi humilde inglés estandard; este, que luce un minúsculo gorrito de Papa Noel, me dice en
impecable castellano y con elocuente jocosidad que le hable en español que así me
entenderá mejor. El caballero es un compatriota natural de Santa Cruz de
Tenerife afincado en el lugar. Nada insólito conociendo el gran número de españoles que trabajan en
el país, desde luego, pero semejante casualidad a la primera de mis intentonas para
establecer una relación coloquial no deja de ser chocante. Al marchar le
agradezco su amabilidad y ambos celebramos la anécdota. Entre visitas a los
numerosos estantes del recinto, que ofertan un poco de todo, y las primeras
llamadas telefónicas a casa, transcurre el tiempo disponible para el descanso de todos los viajeros.
Pronto regresamos al autocar y reanudamos el aún largo recorrido que nos separa
de Nuremberg. Son alrededor de las ocho de la tarde. Han transcurrido dieciséis
horas de viaje desde que salimos de Burgos.
Dos horas
más tarde llegamos, por fin, al Jugend
Economy Hotel. Una elocuente sensación de alivio nos invade a todos cuando
nos reunimos en el vestíbulo cargados con las maletas. Al largo viaje y sus
peripecias por tierras francesas hay que añadir el hecho de que llevábamos
algún tiempo perdidos en la autopista de acceso a Nuremberg. La ciudad se
nos resistía y hemos logrado el arribo después de retroceder para iniciar el
acceso por la desviación adecuada.
El
aspecto del hotel no puede ser más acogedor a primera vista. A medida que uno
entra en contacto con sus dependencias descubre que cada una de ellas y cada
mueble o detalle han sido seleccionados con el más estricto sentido de la
funcionalidad. Nada es lujoso o deslumbrante. Ni siquiera estético. Todo cumple
la función para la que se ha previsto, despojado del lujo más elemental y
concebido con el diseño más simple. Las habitaciones, reducidísimas, son sin
embargo suficientes para albergar cómodamente a dos personas. La que ocupamos
Mari y yo, a la que se accede mediante un código numérico electrónico —como
todas las demás— tiene un armario
construido a base de un entramado de varillas metálicas blancas y está situado
tras la puerta a la derecha de la entrada. Distribuidas de forma adecuada, cada
una de las bandejas superpuestas permite depositar ropa, calzado u otros
enseres de forma que quedan permanentemente a la vista. A la izquierda está el
aseo, de reducidas dimensiones pero suficiente para albergar el inodoro, un
lavabo y la ducha que deja caer su agua sobre un suelo común a todo el recinto.
Cuando se da la luz, simultáneamente entra en funcionamiento un extractor de
olores.
La luz de
la habitación consiste en una humildísima lámpara con dos elementos luminosos
que se encienden tirando de un cordoncillo que pende de ella. En nuestro caso
sólo funciona una de las dos luces. Ignoro si por economía o porque simplemente
está fundida la otra. Frente a la puerta está la ventana que da a la calle. La
cortina que la tapa funciona con un sencillo cordón que se sujeta a un gancho
doble fijado en el lado derecho de la pared. Al borde de la ventana hay un
tablero que sirve de mesita de trabajo. A su izquierda hay un espacio,
encajonado entre esta y el baño, capaz para albergar dos reducidas camas en
forma de litera. La escalera que conduce al de arriba es bastante incómoda para
bajar. Subir se hace menos ingrato probablemente porque la recompensa del sueño
es suficiente incentivo. No hay colchones ni muelles convencionales. Sólo unas
tablas y sobre ellas un jergón, almohada del mismo tipo y el edredón.
Suficiente todo para disfrutar de un sueño más que anhelado. Frente a la pared
de las literas hay una pequeña repisa que completa todo el decorado. En esta
habitación, Mary abajo y yo arriba dormimos tan ricamente nuestra primera noche
alemana sin ningún contratiempo. Ni siquiera frío hemos sentido a pesar de lo
que parecía precaria dotación de ropa de cama.
Pero
antes del sueño, en nutrido grupo, invadimos el cuarto de Heriberto y Pilar
bien pertrechados todos de viandas con sabor a la tierra. Abusamos de su
amabilidad y allí compartimos quesos, embutidos, pescado, pimientos, frutas,
pan y dulces en improvisada cena de llegada. El calor de la mayor aventura
coralista por carretera está servido. Apenas hay espacio para todos pero sobra
cordialidad.
07/12/95
Nada ha
molestado nuestro sueño y pronto nos arreglamos para acudir al
comedor en donde consumiremos el desayuno. Hay que tomar una bandeja y
servirse, en alegre peregrinar, de lo que a uno mejor le apetezca entre la
oferta. Según la elección habrá o no que pagar por encima del ticket rojo de
que cada uno disponemos. Las mesas y asientos, anárquicamente distribuidos en
el salón, están sujetos al suelo y tratar de moverlos a elección es, por tanto,
empeño inútil. Cada comensal tiene prefijado su acomodo definitivamente; guste
o no. En casos como el mío lamenta uno no haber nacido un poco más generoso de
estatura porque, una vez sentado, la mesa resulta ligeramente desplazada del
ángulo de maniobra y los viajes con la cuchara resultan harto peligrosos para
las inmaculadas vestimentas. No son incómodos sin embargo, pero su diseño
merece cuando menos el calificativo benévolo de horteras.
Pronto se
llena el recinto de los comensales burgaleses, nada bulliciosos por cierto, y
uno a uno damos cuenta de nuestra elección. El hall, que ahora observamos con
más parsimonia que anoche, no difiere gran cosa del de cualquier otro hotel;
puerta de entrada con apertura y cierre electrónicos; mostrador con el
equipamiento tradicional para el servicio del cliente; casillero tras él sin
las innecesarias llaves y un par de espacios interiores para la administración.
Frente al mostrador, un hermoso cuadro de pintura clásica que reproduce la
escena de la adoración de los pastores en Belén. En el otro extremo, dos
ascensores capaces para albergar hasta un total de doce o trece personas
(1000kgs. peso). Por escaleras y plantas, estratégicamente situadas, se
distribuyen las reglamentarias indicaciones luminosas exigidas para casos de
emergencia, que con algún que otro cuadro completan la decoración. El suelo
está enmoquetado y la temperatura en el interior no hace ni siquiera sospechar
el intenso frío que hace realmente en la calle. Evidentemente su carácter de
hotel económico queda claramente explicado. Según parece, todas estas
características tienen que ver con los principales destinatarios a quienes
atiende y que suelen ser preferentemente muchachos participantes en cursos,
seminarios, competiciones deportivas o cosas semejantes.
Hacia las
diez llega hasta el hotel una guía que, por gentileza de los padres de Verena,
nos va acompañar en un recorrido turístico general de la ciudad. Más tarde cada
uno lo ampliará a su modo. De ascendencia mejicana, nuestra acompañante hace
gala de su acento peculiar con el que pronto nos encandila. Iniciamos el
recorrido por la visita a los lugares que, aun siendo de reciente e ignominiosa
historia germana, nadie quiere sin embargo ocultar en la ciudad. Con una
delicada alusión nos hace Erika reflexionar sobre la necesidad de conocer los
hechos por dolorosos que sean para evitar recaidas. Quizá ello sirva de lección
a las generaciones actuales y venideras, acaso proclives al olvido, para no
repetir tan amargas experiencias.
Ciertamente
que el inicio del recorrido no puede ser más sobrecogedor considerando la carga
emotiva que cada hito en la visita representa. Tantos documentos gráficos
llegados a través del cine, los reportajes de la época y las publicaciones
dedicadas a la segunda guerra mundial nunca fueron más elocuentes que las
gigantescas construcciones ante las que nos hemos encontrado esta mañana en la,
por otro lado, maravillosa ciudad reconstruida de Nuremberg.
Hitler,
tras haber adoptado el poder en 1933, dispuso que Nuremberg debía ser "por
todos los tiempos" el escenario de las asambleas de los partidos del
Reich. Con este motivo se inició una grandiosa construcción en la zona del
Dutzendteich, en el sudeste de la ciudad. 130 firmas trabajaban solo en la
construcción del Märzfeld, una plaza de desfile de 60 hectáreas de superficie,
rodeada de 28 torres de 40 metros de altura.
El
"Estadio Alemán" estaba planeado para albergar 450.000 espectadores;
pero quedó sin terminar en la etapa de los trabajos de excavación. Allí
deberían celebrarse todas las Olimpiadas a lo largo de los futuros mil años del
"Tercer Reich".
La calle
"Grosse Strabe" de 60 m. de ancho por 2 km. de largo y exactamente
dirigida al castillo en el horizonte, sirve ahora como lugar de aparcamiento
para cientos de autocares, los cuales vienen a Nuremberg sobre todo durante la
feria navideña Christkindlesmarkt de la que ya estamos participando.
El nuevo
Pabellón de Congresos, todavía sin terminar, es una "herradura" de
450 m. de longitud por 2,70 m. de espesor de muro. Más de 1.400 obreros
participaron en la obra, de la cual, sin embargo, sólo se terminó la
construcción bruta exceptuando el planeado tejado libre. Concebido según el
modelo del antiguo "Coliseo" en Roma, debía dar cabida a 50.000
personas. Hoy sirve como nave de almacén; en uno de los edificios anexos están
alojados los miembros de la Filarmónica de Nuremberg.
Al otro
lado del Dutzendteich se corroen los restos del complejo de la tribuna del
Zeppelinfeld (campo de zeppelines) (1935-37), donde antiguamente unos 150 faros
antiaéreos generaban en la oscuridad una campana luminosa de 8.000 m. de
altura. Desde el pequeño salidizo en la tribuna principal, Hitler dirigió la
palabra en ese entonces a las masas como en 1938, cuando más de 1,6 millones de
sus partidarios se pusieron en camino a Nuremberg. Para ellos el
"Führer" había hecho traer las preseas del Reich de Viena a Nuremberg
para exponerlas en la iglesia Katharinenkirche.
En el
Palacio de Justicia situado en la Fürther Strasse 110, al oeste de la Ciudad
Antigua, se consumó finalmente el destino de los líderes nazis en la Sala del
Tribunal de Jurados 600. En la celda 413 se encontraba Hermann Göring, que se
escapó de la ejecución de la sentencia de muerte suicidándose. Diez de sus
compañeros partidarios, entre ellos el editor de "El Asaltante",
Streicher, tuvieron que bajar el 13 de octubre de 1946 los 13 peldaños que
conducían al patio. Ellos fueron a parar a la horca que se había erigido al
efecto en la barraca.
Todo esto
ha constituido la primera parte del recorrido. Después, el encanto de la ciudad
antigua terminada de reconstruir el año 1966, entre el sabor medieval y la
admiración hacia semejante hazaña record, nos ha deparado un respiro de alivio
tranquilizador que todos estábamos deseando experimentar. Comenzamos por el
castillo cuya construcción se inició hacia el año 1050. Sucesivas aportaciones
van completando el recinto hasta convertirse en Palacio Imperial hacia el año
1200. Entre 1050 y 1571 todos los Káiseres alemanes permanecían en el castillo;
sólo el Káiser Karl IV lo hizo 40 veces. En total hubo unas 300 estadías de
soberanos alemanes en Nuremberg con un sinnúmero de asambleas del Reich y de la
Corte. Así, en la ley del Reich de la "Bula de Oro" de 1356 se había
confirmado que todo Rey alemán por primera vez elegido tenía que llevar a cabo
su primera Asamblea del Reich en Nuremberg. Desde aquí Erika nos traslada a la
Torre Pentagonal del Burggrafenburg y el "Luggingsland" adornado por
un mirador; entre ambos destaca el gigantesco tejado del granero
"Kaiserstallung".
Vemos la
vivienda del famoso pintor Alberto Durero, la Tiergärtnertorplatz, popular
centro de cita de turistas, el balconcillo en el Sebalder Pfarrhof (alrededor
de 1365) adornado ricamente con ornamentos y relieves, etc. para desembocar
finalmente en la Plaza Mayor y Schöner Brunnen que por ser Adviento se halla en
plena celebración de la feria navideña más famosa de Alemania, la
"Christkindlesmarkt". Son las doce en punto y el reloj artístico de
la iglesia Frauenkirche nos muestra "La marcha de los Muñecos". Aquí
se despide amablemente Erika y cada uno se pierde en el intrincado laberinto de
preciosas casetas que ofertan a los visitantes toda suerte de delicias
gastronómicas y objetos para la decoración navideña. Especialemente atractiva
resulta, por la hora, la visita a las casetas que ofrecen exquisitos bocadillos
de pequeñas salchichas a la parrilla y jarritas con vino tinto caliente.
Finalmente regresamos al hotel para comer allí.
Una
especie de paella repleta de deliciosos y abundantes tropiezos de carne,
ensalada de maíz y alubias y un sorbete. Una excelente jarra de cerveza
completa el menú que acabamos pronto para reanudar presurosos la visita a la
ciudad antigua.
Recorremos
algunos templos, San Lorenzo y San Sebaldo especialmente, y comprobamos lo que
ya nos había anunciado Erika por la mañana. En todos ellos, a pesar de su
condición de luteranos, se exhiben aún las imágenes que tuvieron como
primitivos templos católicos. De nuevo en el mercado navideño consumimos
bocadillos de salchichas y el vinillo tinto caliente que aun sin gradación
alcohólica alguna, ya que observamos que hasta los niños lo consumen, nos
estimula y alivia momentáneamente del frío. Este es intenso y, aliado con la
noche prematura —aún son alrededor de
las cinco de la tarde— nos
obliga al resguardo en lugar caliente. Entramos en grupo, nueve o diez, al Café
Hotel Kroll. La camarera, que no sabe inglés pero me ofrece el danés a cambio,
se esfuerza en comprender nuestras peticiones y conseguimos las demandas sin un
solo error. Yo he pedido leche caliente con miel porque mi catarro, apenas unos
días apeado, amenaza con rebrotar y me tiene preocupado la posibilidad de que
me impida cantar dignamente. Cincuenta y tres treinta DM “escotados” y nos
vamos.
La tertulia, al calor de la mesa compartida, ha servido para tamizar
nuestras primeras impresiones de la ciudad y de paso resolver algunos de los
problemas domésticos patrios que nos afectan como celtíberos. Esta gente
alemana trasnocha poco y madruga mucho. Las camareras parecen tener prisa por
iniciar su descanso y regresamos pausadamente al hotel. Calles iluminadas y
engalanadas de Navidad, atractivos escaparates para colmar las más caras
ilusiones y músicos a la captura de auditorio y recompensa para su arte, nos bordean
hasta el hotel. En su comedor reanudamos la interrumpida tertulia del café
Kröll. Unas pocas jarras de cerveza y el buen humor de todos proveen de
abundantes recuerdos de otros tiempos de la coral y de las hazañas históricas
de otros coralistas. Al fin, parece que el hambre se muestra adónde quiera que
uno escape y nos anima a consumir las ya mermadas viandas hispanas, impacientes
en cada cuarto hotelero. Pilar y Heriberto ponen de nuevo a la disposición del
grupo su habitáculo metido a comedor y pronto nos reunimos, mal que bien
apiñados, para consumir de todo un poco: embutidos, queso, pimientos, pescado,
frutas... En fin, las "variantes" que sobraron de la noche anterior,
no por eso menos sabrosas.
Ha
llegado por fin la noche y todos, o casi todos, decidimos iniciar el sueño
reparador para calmar tantas emociones vividas. Yo me dispongo a sudar tanto
como me sea posible y lo consigo con la ayuda de mi abrigo, excelente comparsa
para el edredón. Mañana será otro día.
08-12-95
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Desayuno
parco tras el aseo matinal. Ensayo en San Leonard y visita en tumulto a la casa
de Verena, acontecimiento social que nos permite ver por dentro su hogar
familiar y disfrutar de la calidad hospitalaria de sus moradores. Es una
vivienda espectacular y perfectamente diseñada para el disfrute hogareño, el
estudio y la comodidad. En una especie de patio cubierto hay una mesa dispuesta
para obsequiarnos y allí pasamos unos inolvidables y emotivos momentos con la
madre de Verena. Un poco más tarde su hermano y la novia se unen al grupo.
Consumimos las exquisitas viandas dulces y el vino caliente y cantamos felices
y agradecidos a tan amable hospitalidad. Es un recuerdo difícil de olvidar.
Una vez
más regresamos a la ciudad vieja y atravesamos una parte de sus murallas. Junto
a ellas una interesante exhibición femenina atrae el interés de algunos de
nosotros y nos aproximamos. Como en casa de muñecas, tras las ventanas,
aparecen hermosas walkirias dispuestas para el disfrute carnal con sus
visitantes varones. Mi ingenuidad e imprevisión de turista poco avisado me hace
elevar mi cámara para observar una parte de la muralla frente a las ventanas.
Una de las muchachas me increpa por ello pensando que pretendo invadir su
intimidad. Me disculpo lo mejor que puedo y sigo junto a Mary camino del
restaurante, porque hoy "comeremos fuera". Será en un lugar típico en
el que podremos disfrutar, por un precio razonable, de algunas de sus
exquisiteces culinarias.
Antes de
llegar, algún pequeño sobresalto nos impide acceder de inmediato al restaurante
al comprobar que el grueso de la expedición ni viene agrupado ni supuestamente
todos conocen el lugar exacto de su ubicación y, lo que es peor, ni siquiera el
nombre. Al fin, el hambre, buena consejera, consigue que todos desemboquemos en
el amplio comedor. Ingenio y buena oreja han permitido que nadie se extraviara
más de lo razonable.
Nunca
sabré decir el nombre del menú consumido, pero ello no me impedirá asegurar que
estaba exquisito. Mary y yo comemos en compañía de Gabriel, Pili y Pablo y
todos quedamos cumplidamente satisfechos. Trataré, no obstante, de explicar la
comida. Dos hermosos filetes de carne de cerdo en deliciosa salsa, acompañados
de una enigmática bola de patata y acompañado todo del "Sauerkraut",
constituyen el plato único por 14,80DM. No hay pan previsto pero lo pedimos.
Nos sirven media docena de rebanadas de uno que es negro, áspero y con sabor a
integral poco apetitoso. Acaso por ello no esté previsto. Una respetable jarra
de cerveza negra riega y anima la comida.
La
sobremesa resulta espontáneamente emotiva porque algunos compañeros comienzan a
entonar villancicos y de entre el resto de comensales surgen conmovedoras
lágrimas femeninas. Parece que el buen hacer de la Coral suscita emociones aún
sin pretenderlo. Un grupo de señoras piden alguna otra canción y su entusiasmo
y agradecimiento sube de tono cuando al fin nos despedimos.
A la
salida del restaurante, ansiosos por añadir nuevas emociones turísticas,
reanudamos la permanente visita a la ciudad. Lo hacemos en grupos e intereses
afines y cada uno movido por el personal interés de alimentar sus aficiones. A
las seis menos cuarto nos reuniremos los coralistas junto a la fuente dorada,
referencia casi obligada para casos de extravío. Es esta una maravilla típica a
la que se acude en demanda de venturoso porvenir. Sólo hay que cumplir una
pequeña formalidad; aferrarse al enrejado que la protege y formular un deseo
con absoluta convicción.
A las
seis cantaremos en el estrado frente a la plaza del mercadillo. Hace mucho frío
y albergamos algún temor de catarros como enevitable consecuencia de cantar en
semejantes circunstancias. Próximas las seis de la tarde subimos al estrado. Un
operario ultima los preparativos de megafonía en cuya fidelidad confiamos
porque la abarrotada plaza en nada ofrece garantías de sonoridad. También canta
Verena que se dirige al auditorio. Hay mucha gente en el reducido espacio
frente a nosotros y suenan nutridos aplausos con calor aunque no sean sonoros
porque los guantes lo impiden. Se observan gestos de entusiasmo y ello nos
anima, tanto que el concierto se extiende hasta pasada media hora cuando lo
previsto era de alrededor de diez minutos. Al final bajamos satisfechos y hasta
escuchamos un ¡Viva España! increíble
de labios de una anciana conmovida. Nos obsequian con unos bonos para deducir
del importe de nuestras compras en el mercado y nos lanzamos a la tarea de
reconvertirlos. Vino caliente y salchichas entonan y desplazan nervios y frío
acumulados y allí van a parar casi todos.
Nos gustó
el Cafe Kröll y allí nos dirigimos la larga decena del día anterior. El acomodo
conocido no está disponible y buscamos otro en la planta baja. Con el deseo de
no perturbar la calma que se respira en el concurrido salón, juntamos mesas,
pedimos bebidas y renegamos del carácter casi hostil con que nos recibe la más
que arisca camarera. Mucha edad y poco entusiasmo para servir adecuadamente a
damas y caballeros castellanos. Durante la tertulia que se improvisa, aprovecho
para tomar algunas notas con destino a mi diario y, apenas consumidas las
infusiones, cafés y cervezas, aparece la ajada walkiria reclamando
ostentosamente el importe de la cuenta a la vez que señala su reloj. Lo de ser
tonto interesado es universal y la señora lo practica quedándose con las
vueltas que nadie le propinó. La ira celtíbera sube de grado y nos retiramos no
sin antes dejar muestra de nuestro enfado de urea mal contenida en los
impecables urinarios del local. Son las siete y, efectivamente, el café está
apagando luces y recogiendo velas. Seguramente a la abuela le esperan los
nietos en casa y eso le impulsaba al apremio. Comprendido.
Reunidos
a la puerta emprendemos el regreso a nuestro hotel no sin antes contemplar un
espectáculo musical insólito. Un virtuoso músico callejero, situado frente a
una mesa cubierta de copas de cristal a medio llenar y convertidas en delicado
instrumento de percusión, interpreta “Yesterday”
con evidente maestría y calidad. Suena muy bonito y el gesto
permanentemente y jovial del intérprete inspira interés consiguiendo que le rodeamos para celebrar
su concierto. Junto a él una muchacha rubia que le acompaña nos ofrece casetes
con la música que estamos escuchando. Quince marcos. Casi compro pero me voy
para que no me rezongue el personal y "me
quedo con la pena".
A las diez,
amablemente invitados por los socios, acudimos al centro gallego situado apenas
a veinte metros del hotel en que nos alojamos. Allí han dispuesto las mesas
para una reunión de añoranzas que entre pulpo, ribeiro y queimada se desarrolla
con la alegría de quien se entrega emocionado y quien recibe agradecido. Apenas
algunas canciones nuestras en previsión de deterioros de voz para el concierto
de mañana. Suenan gaitas y danzan muñeiras ellos y estalla la alegría de todos.
Las morriñas de quien se entrega obligado a otra cultura surgen inevitablemente
en las conversaciones y muestran la cara amarga de la emigración. No es fácil
el mundo anglosajón para emigrados latinos y así nos lo cuentan. Ambos se
rechazan "cordial" y mutuamente. Al fin, las emociones de nuestros
compatriotas asoman en algunos de los ojos y pronto todos nos retiramos a
descansar.
09/10-12-95
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Hay que
desalojar la habitación del hotel y recogemos los bártulos para depositarlos en
un amplio salón contiguo.
Tengo que
contar alguna breve anécdota ocurrida en el ascensor porque esta mañana lo
hemos compartido con una pareja alemana más locuaz de lo habitual. Deducen
nuestra condición de españoles y ella contesta afirmativamente a mi pregunta de
si sabe hablar nuestro idioma. Manifiesta saber un poquito y me lo suelta de un
tirón cuando llegamos a la planta baja: "buenosss díasss, buenasss
tardesss, buenasss nochesss..." Eso es todo. Me parece que mi alemán de
tres días es más abundante.
La
estatura de un muchacho duplicado llena el ascensor desde la planta al techo y
yo me coloco intencionadamente a su lado. No puedo evitar un comentario
quejumbroso en alta voz: "Que mal
repartido está el mundo" digo y se ríen todos, incluso otra pareja
oriunda que no se si ha intuido o entendido. Me quedaré con la duda.
Desayuno
café con leche, bollito de pan con mantequilla y crema de chocolate. Así
nutridos nos vamos de compras para la clientela que espera en Burgos. Comprar
cualquier cosa en este país resulta complicada no tanto por las entendederas como
por el desembolso. Algo hay que comprar, sin embargo, pero con mucha cautela
porque los humildes marcos adquiridos en Cajaburgos no dan mucho de sí. Lo de la VISA es un
riesgo todavía mayor porque nunca se sabe cual será el resultado final del
cargo. En fin, algo compramos en el coqueto barrio de artesanos y en el Super
de la consabida plaza del mercado. Allí cerámicas y aquí "Sauerkraut"
y vino tinto para calentar y consumir en casa.
La ciudad
antigua está abarrotada y apenas se puede transitar con la desenvoltura de los
días anteriores. Parece que es normal teniendo en cuenta que es fin de semana y
lo popular de la celebración. A pesar de la multitud, un estornudo hispano
puede trastornar la absoluta quietud de toda la concurrencia en la plaza.
Llamar a la señora, Socorro, como es el caso, no sería un problema de
interpretación semántica pero sí un flagrante escándalo público sonando a lo
celtíbero y desde cinco metros; asi que caminamos casi cogidos de la mano para
eludir el riesgo de perdernos y desde luego el de reclamar al extraviado a
voces.
Tras las
compras hacemos nuevo recorrido por la romántica Weissgerbergasse con sus
bonitas fachadas de entramado, balconcillos y aguilones. Vamos allá Mary, Pablo
y yo porque Andrés y Enrique siguen aún de compras. Los cinco salimos juntos
del hotel y juntos regresamos. Camino del mismo volvemos a contemplar tanta
hermosura urbana y milagrosamente aparece de nuevo en el recorrido el músico de
las copas. Esta vez no se me escapa y compro la casete que espero escuchar con
delectación, quizá hasta al amparo de una jarrita del estimulante vino caliente
adquirida en el supermercado. La chica me sonríe la compra e intento decirle
algo en Inglés pero me parece que sólo capta los gestos.
La hora
de la comida resulta más animada que en los días pasados si cabe, porque cada
uno cuenta compras, experiencias y visitas. Anarquía en los precios para un
mismo objeto suenan entre los comentarios más comunes y la visita al Museo del
Juguete como experiencia más gratificante y generalizada. Pilar Sastre me pide
ayuda para reclamar la llave del cuarto de los equipajes y acudo a la
conserjería del hotel. Me abro camino con mi humilde inglés y el interlocutor,
en tono de queja, ciertamente mesurado, me espeta su hartura de subir y bajar
cada cinco minutos para idéntico menester. Casi me pide que reúna al personal y
se lo entregue disciplinado y compacto de una sola tacada. "Coño tío", me digo, "tu
eres el hotelero y la anarquía es la sal de la vida en mi país, así que sube y
abre a la Pili que aún no ha comido o vente a vivir con nosotros y lo verás de
otro modo".
Terminada
la comida —costillas adobadas, arroz helado y cerveza— nos
escapamos. Mary y yo al aire fresco de la calle en busca de un ingenioso belén
que al fin no encontramos. A cambio algo mercamos en un supermercado próximo.
Para el viaje.
Son las
seis de la tarde en St. Leonhard cuando iniciamos nuestro concierto formal.
Concurrencia discreta, como en España. Algunos alemanes y varios emigrantes
españoles. No sé quienes más. Una señora de La Horra pone el acento burgalés
entre los últimos. Hace un frío tremendo y todos estamos deseando de terminar.
Especialmente las chicas que se quejan de su liviana indumentaria y echan de
menos algo de mayor entidad para cubrirse. Lo hay, pero además de no contar con
las simpatías de quienes lo compraron en su día, está disperso e incontrolado.
Era un jersey negro de lana. Aplausos abundantes y elogios para nuestra
actuación y finalmente al autobús. Son las veinte horas cuando salimos de la
ciudad. Llegaremos mañana a Burgos alrededor de la misma hora.
Veinticuatro
horas de películas, sueños, paradas, canciones y risas. Hasta consigo afeitarme
en una bien equipada área de servicio, ya en Francia; con brocha, jabón y
cuchilla. Después del aseo, me pongo a la cola del autoservicio para tomar un cafecito caliente, croissant con
mantequilla y listo. Burdeos es la más inmediata referencia en la continuación
del viaje —meta psicológica que se dice ahora—
que aún queda lejos y hay que seguir camino. Por fin pasamos la ciudad y es la
una y cuarto cuando Luis nos acomoda en una excelente área de servicio para
consumir, entre árboles y mesas de campo, las últimas existencias gastronómicas
traídas de Burgos, —¡increíble semejante
hazaña despensera!— junto a algunas otras
compradas el sábado en Nuremberg. En la tienda de Souvenirs dejo los últimos
francos a cambio de una botellita de "Pineau
des charentes" y una latita de paté que compro por consejo de Gabriel.
La última parada será ya en las proximidades de Vitoria para tomar la última
cerveza. Un estirón de piernas, el último resoplido y son las ocho menos cuarto
cuando avistamos la catedral. Misión cumplida. Manolo “Figuras” nos trae a Mary
y a mí hasta casa en su coche, —amabilidad
impagable a estas alturas de otoño—, que le
esperaba pacientemente aparcado en espera de nuestro regreso.
Ya en
casa, deshacemos maletas, merendamos sobriamente y nos acostamos para recuperar
el incierto sueño del autobús. Mañana es día de escuela.
E.G.S.
Hola:
ResponderEliminarCon cada entrega nos haces ver lo jóvenes que éramos y lo bien que nos lo pasábamos.
Perfecto. Cada cosa a su tiempo.
Guardaré con cariño y esmero estos estupendos recuerdos.
Gracias y saludos.