Después de largo viaje llegamos a un singular hospedaje, concebido sin duda para albergar a jóvenes estudiantes insolventes por definición: Jugend Economy Hotel (Hotel Juvenil Económico). El aspecto de la posada no puede ser más acogedora. En realidad, no es lo que puede entenderse como hotel porque a medida que uno entra en contacto con sus dependencias descubre que cada una de ellas y cada mueble o detalle han sido seleccionados con criterios exclusivos de funcionalidad. Parece concebido para albergar gente joven y en ello radica su atractivo. Sin duda es lo más parecido a lo que en España entendemos como un albergue. Nada es vistoso ni deslumbrante. Todo está concebido con el diseño más simple y funcional. Ni siquiera destacan elementos estéticos. as habitaciones, reducidísimas, son sin embargo suficientes para albergar dignamente a dos personas. No hay llaves y se accede a ellas mediante un código numérico y electrónico. La ocuparemos Mary y tiene a la derecha de la entrada un peculiar armario hecho a base de varillas metálicas entramadas. Una serie de anaqueles entre ellas sirven para depositar las ropas y demás bártulos. A la izquierda está el minúsculo aseo que alberga el inodoro, un lavabo y la ducha. Cuando se da la luz en el interior del pequeño recinto, entra en funcionamiento simultáneamente un extractor de olores. A continuación de la pared que completa el baño, hay un espacio encajonado que llega hasta el borde lateral de la única ventana de la habitación. En él hay dos literas superpuestas y a la superior se accede mediante una escalera adosada que, aunque incómoda para el abordaje, resulta fácil para el ocupante porque sin duda la recompensa del sueño es suficiente incentivo. En las literas no hay colchones ni muelles convencionales. Sólo unas tablas y sobre ellas un jergón con almohada del mismo tipo y un edredón. Suficiente todo para disfrutar de un sueño más que anhelado.
En esta habitación, Mary abajo y yo arriba, descansamos nuestra primera noche alemana sin ningún contratiempo. Ni siquiera frío hemos sentido a pesar de lo que parecía precaria dotación de ropa de cama. Pronto se llena el recinto de los celtíberos comensales, nada bulliciosos, por cierto, y uno a uno damos cuenta del menú elegido. Finalizado el condumio, nos reunimos en el vestíbulo de recepción que ahora observamos con más detenimiento que a nuestra llegada. No difiere gran cosa de cualquier otro hotel; puerta de entrada con apertura y cierre electrónicos; mostrador con equipamiento tradicional para el servicio del cliente; casillero para llaves y correspondencia y un par de oficinas interiores para la administración. Se está ciertamente cómodo en el lugar y la temperatura de su interior no hace ni siquiera sospechar el intenso frío que hace en la calle. Muy pronto lo vamos a comprobar porque hacia las diez de la mañana llega hasta el hotel una guía que nos va a acompañar en un apresurado recorrido turístico por la ciudad. Más tarde cada uno lo ampliará a su modo.
Visitamos la vivienda del famoso pintor Alberto Durero, la Tiergärtnertorplatz, popular centro de cita de turistas, el balconcillo en el Sebalder Pfarrhof (de alrededor de 1365) adornado ricamente con ornamentos y relieves, etc. para desembocar finalmente en la Plaza Mayor y Schöner Brunnen que por ser Adviento se halla en plena celebración de la feria navideña más famosa de Alemania, la "Christkindlesmarkt". Aquí se despide amablemente nuestra “cicerone” y cada uno se pierde en el intrincado laberinto de preciosas casetas que ofertan a los visitantes toda suerte de delicias gastronómicas y objetos para la decoración navideña. La comida en nuestra particular posada consiste en una especie de paella repleta de deliciosos y abundantes tropiezos de carne, ensalada de maíz, alubias y un sorbete. Una excelente jarra de cerveza completa el menú que acabamos pronto para reanudar presurosos la visita a la ciudad antigua.
Entramos en grupo, nueve o diez, al Café Hotel Kroll. La camarera, que no sabe inglés, pero me ofrece el danés a cambio, se esfuerza en comprender nuestras peticiones y conseguimos las demandas sin un solo error. Yo he pedido leche caliente con miel porque mi catarro, terminado de curar hace tan sólo unos días, amenaza con rebrotar y me tiene preocupado porque deseo cantar dignamente. Calles especialmente iluminadas y engalanadas para la Navidad, atractivos escaparates para colmar las más caras ilusiones y músicos a la captura de auditorio y recompensa para su arte nos bordean hasta la llegada. En nuestro comedor reanudamos la interrumpida tertulia del café Kröll. Al fin, se impone la necesidad de un breve refrigerio para reparar fuerzas y calmar apetitos y con este propósito nos reunimos para terminar de consumir las ya mermadas viandas traídas de España. Apiñados en una de las habitaciones nos situamos en torno a los embutidos, quesos, pimientos, pescados y un largo etcétera que una bota de vino de Rioja se encarga de regar. Con este refrigerio nos reunimos para ensayar nuestras intervenciones.
La sobremesa resulta espontáneamente emotiva porque algunos compañeros comienzan a entonar villancicos y de entre el resto de los comensales que nos acompañan en el comedor surgen emocionadas lágrimas femeninas. Parece que el buen hacer de la Coral suscita emociones aún sin pretenderlo. Un grupo de señoras nos piden alguna otra canción y damos satisfacción a su demanda que agradecen con entusiasmo. A las seis cantaremos en el estrado frente a la plaza del mercadillo. Hace mucho frío y albergamos algún temor de catarros como inevitable consecuencia de cantar en semejantes circunstancias. Próximas las seis de la tarde subimos al estrado. Un operario ultima los preparativos de megafonía en cuya fidelidad confiamos porque la abarrotada plaza en nada ofrece garantías de sonoridad.
Nos
gustó el Café Kröll y allí nos dirigimos la larga decena del día anterior. El
acomodo conocido no está disponible y buscamos otro en la planta baja. Con el
deseo de no perturbar la calma que se respira en el concurrido salón, juntamos
mesas, pedimos bebidas y renegamos del carácter casi hostil con que nos recibe
la más que arisca camarera. Mucha edad y poco entusiasmo para servir
adecuadamente a damas y caballeros castellanos. Durante la tertulia que se
improvisa, aprovecho para tomar algunas notas con destino a mi diario y, apenas
consumidas las infusiones, cafés y cervezas, aparece la ajada walkiria
reclamando ostentosamente el importe de la cuenta a la vez que señala su reloj.
Lo de ser tonto interesado es universal y la señora lo practica quedándose con
las vueltas que nadie le propinó. La ira celtíbera sube de grado y nos
retiramos no sin antes dejar muestra de nuestro enfado de urea mal contenida en
los impecables urinarios del local. Son las siete y, efectivamente, el café
está apagando luces y recogiendo velas. Seguramente a la abuela le esperan los
nietos en casa y eso le impulsaba al apremio. Comprendido.
Tengo que contar alguna breve anécdota de ascensor porque esta mañana lo hemos compartido con una pareja alemana más locuaz de lo habitual. Deducen nuestra condición de españoles y ella contesta afirmativamente a mi pregunta de si sabe hablar nuestro idioma. Manifiesta saber un poquito y me lo suelta de un tirón cuando llegamos a la planta baja: "buenosss díasss, buenasss tardesss, buenasss nochesss..." Eso es todo. Me parece que mi alemán de tres días es más abundante. La ciudad antigua está abarrotada y apenas se puede transitar con la desenvoltura de los días anteriores. Parece que es normal teniendo en cuenta que es fin de semana y lo popular de la celebración. A pesar de la multitud, un estornudo hispano puede trastornar la absoluta quietud de toda la concurrencia en la plaza.
La hora de la comida resulta más animada que en los días pasados si cabe, porque cada uno cuenta compras, experiencias y visitas. Anarquía en los precios para un mismo objeto suenan entre los comentarios más comunes y la visita al Museo del Juguete como experiencia más gratificante y generalizada. Terminada la comida —costillas adobadas, arroz helado y cerveza— nos escapamos. Mary y yo al aire fresco de la calle en busca de un ingenioso belén que al fin no encontramos. A cambio algo mercamos en un supermercado próximo. Para consumir durante el viaje de regreso.
Son las seis de la tarde en St. Leonhard cuando iniciamos nuestro concierto formal. Concurrencia discreta, como en España. Algunos alemanes y varios emigrantes españoles. No sé quienes más. Una señora de La Horra pone el acento burgalés entre los últimos. Hace un frío tremendo y todos estamos deseando terminar. Especialmente las chicas que se quejan de su liviana indumentaria y echan de menos algo de mayor entidad para cubrirse. Son las veinte horas cuando salimos de la ciudad. Llegaremos mañana a Burgos alrededor de la misma hora.
Veinticuatro horas de películas, sueños, paradas, canciones y risas. Hasta consigo afeitarme en una bien equipada área de servicio, ya en Francia; con brocha, jabón y cuchilla. Después del aseo, me pongo a la cola del autoservicio para tomar un cafelito caliente, croissant con mantequilla y listo. Burdeos es la más inmediata referencia en la continuación del viaje —meta psicológica que se dice ahora— que aún queda lejos y hay que seguir camino. Por fin pasamos la ciudad y es la una y cuarto cuando Luis nos acomoda en una excelente área de servicio para consumir, entre árboles y mesas de campo, las últimas existencias gastronómicas traídas de Burgos, —¡increíble semejante hazaña despensera! — junto a algunas otras compradas el sábado en Nuremberg. En la tienda de Souvenirs dejo los últimos francos a cambio de una botellita de "Pineau des charentes" y una latita de paté que compro por consejo de Gabriel. La última parada será ya en las proximidades de Vitoria para tomar la última cerveza. Un estirón de piernas, el último resoplido y son las ocho menos cuarto cuando avistamos la catedral. Misión cumplida. Manolo “Figuras” nos trae a Mary y a mí hasta casa en su coche, —amabilidad impagable a estas alturas de otoño—, que le esperaba pacientemente aparcado en espera de nuestro regreso. Ya en casa, deshacemos maletas, merendamos sobriamente y nos acostamos para recuperar el incierto sueño del autobús. Mañana es día de escuela.