miércoles, 15 de junio de 2016

DE NUEVO "AS MEIGAS"

Me gustan los retos y este que me planteo me va a convertir algo así como en el cazador cazado. Cada vez que una anécdota entra en mi caletre procuro convertirla en motivo para el recuerdo y, hasta donde me es posible y, según mis capacidades, en estímulo para la sonrisa.

Pues bien; considerando que uno también es protagonista de algún lance y, como tal, actor de sus propias «hazañas», quiero recordar la última, especialmente compatible con las chácharas de este humilde decidor de chismes. Así que, aquí y ahora me convierto en reo convicto y confeso de la última de mis travesuras.

Aunque hay quien, de forma excesivamente benévola, me estima por mis comportamientos festivos, a menudo anárquicos y una miaja albariños― y sólo en momentos de euforia y apoteosis festiva, como es el caso―, tengo que agradecer primero su aprecio a quienes así me celebran y reconocer después que algo hay de preocupante en mis conductas seniles a que me traído mi manía de envejecer.

Hay una cosa muy singular, que comparto con alguno de mis colegas en la afición, y es el hecho de que una cámara digital en mis manos es un peligro inminente de extravío y consecuente inquietud por quien vela por mi integridad, recato y compostura.

Es el caso, que todo este preámbulo tiene que ver con la intrépida hazaña que me llevó a escalar, peldaños arriba y en solitario, lo más alto de la torre del castillo de Monterrei en nuestra gira gallega. Semejante imprudencia en aislado, y a estas edades próximas a las ocho decenas, sólo es compatible con mis tendencias infantiles que, según es tradición oral, convierten a los maestros en niños entre los hombres, como es mi caso. Así se entiende la imprudencia.

Incluso, más aún; tengo una acusada tendencia a valorar mis hazañas de alpinista desde el verano pasado en que encajé mis posaderas, contra viento y marea, sobre el asiento más alto en la cumbre del pico Urbión. Dos mil doscientos metros y pico de escalada me convirtieron en héroe ocasional en la familia y admirado universal, por longevo, como escalador consagrado. Y para más añadir; el «Bunker Hill Monument», próximo a Boston, es un monolito de setenta y siete metros de altura, conmemorativo de una batalla pírrica que ganaron los ingleses a los patriotas americanos en junio de 1877. Para acceder a la cúspide hay, contados uno a uno para estimular el ascenso, 294 peldaños que todavía me recuerdan mis corvas culpándome por semejante ascenso.

Hay también algunos recuerdos de otras escaladas que me llevaron a lo más alto de la Torre de Hércules, al torreón del Alcázar de Segovia ―con sensación de claustrofobia incluida y cincuenta pupilos de mi Colegio por delante― o al campanario de San Lorenzo de mi pueblo para alborotar las fiestas de Nuestra Señora y San Roque cuando era mozalbete.

Cierto, cierto. Lo de cualquier tiempo pasado fue mejor, sin duda se refiere a la garbosa imagen de la madurez, que inició su declive en mí, con los setenta cumplidos. Pero lo de genio y figura se lleva en lo más profundo y de eso se aprovecharon de nuevo las meigas. Porque ellas fueron las que enviaron a la persona que lo es todo para mí, a imponerme prudencia. Mi subida a la torre del homenaje, en solitario, la soledad, los impulsos aventureros, el extravío, un mareo, un embeleso incontrolado y, sobre todo, un abandono de la disciplina grupal, sirvieron a las hadas malignas para convertir en manojo de nervios e inquietud la mente de mi compañera hasta que la muerte nos separe.

Uno, consciente de sus propias torpezas y deseoso de ofrecer una contrapartida digna que me exima de un castigo más oneroso, decidió arbitrar una compensación largamente anhelada. A partir de ahora mediré con más prudencia la distancia entre mis atributos masculinos y el sumidero de la taza ―que es una de mis más alarmante taras masculinas―. Con esto y un par de horas pensando en el rincón de la escoba, espero recuperar la prudencia y con ella la tranquilidad mutilada de mi esposa.






Eduardo García

13 Junio 2016

UN EMBRUJO EN MONTERREI




Hemos llegado en tropel a la fortaleza de Montenegro, ávidos de historia, leyendas y emociones. En grupo tan heterogéneo como decidido inicia la visita que transcurre con el alma absorta y la cámara en ristre para añadir imágenes al inmenso acervo fotográfico que cada uno ha acopiado en esta histórica visita a la siempre idílica Galicia.

Entre todos los visitantes, hay un hidalgo castellano cuya dignidad caballeresca destaca entre el resto de los mortales integrantes del colectivo; un semblante cubierto por espesa y entrecana barba que realza bajo su mirada limpia; cabello recortado que enaltece sus orígenes feudales y una apostura medieval que completa su atractiva personalidad, componen la figura que va a ser objeto de tarascada protagonizada por las malévolas meigas.

Sin duda, la presencia de tan señaladas deidades del mal ha puesto su mirada en nuestro apuesto caballero. El grupo, entre diletante y absorto, se mueve diligente en torno al cicerone, que acaba de poner su saber y entender a la presencia de los ávidos viajeros. Nuestro héroe, sin embargo, sigue ensimismado contemplando tan belleza arquitectónica como se acumula a su alrededor e ignora cómo el grupo entra en el cobijo de un espacio cerrado y repleto de historia medieval.

«As meigas» aprovechan la oportunidad para atraer a nuestro héroe y apartarle con intenciones perversas. Llenan su mente de incertidumbres y misterio para convertirle en un alma perdida en la espesa vegetación de la profunda Galicia. Empujado sin dirección ajustada, camina el hombre, entre perplejo y atemorizado, hasta desembocar en una insólita calzada, desconocida e ignorada de planos y registros, en la que decide esperar su rescate.

Don Alonso Quijano, Caballero de la triste figura y desfacedor de entuertos, está al quite y, una vez más, ésta desde ultratumba, descubre el entuerto provocado por las pérfidas magas. Consciente de la urgencia en devolver a su transida esposa y dama doña Teresa, decide intervenir poniendo al cabo a dos caballeros del volante: don Tristan de Ulloa y don Roldan de Lavandeira, herederos directos de las hazañas del buen don Quijote. La ruta, sometida a encantamiento, que no aparece ni en los mapas ni en registros controlados, es descubierta al fin, y hacia ella cabalgan veloces e impacientes a rescatar a nuestro amigo, tan solitario como perdido y perplejo. Allí está, junto a la señal perdida, a la espera de liberación que será el último agravio desbaratado por nuestro ilustre manchego.

La llegada al abrigo común es recibida con la algazara que releva entusiasmada a la incertidumbre, el desconcierto y la angustia provocada por un mal de ojo de las malvadas meigas; que nadie ha visto jamás pero, como confirma este singular relato, «haberlas haylas» … 
A mis muy queridos amigos
Antonio Barrio y
Teresa Hernández


Eduardo García
Burgos 5 de junio de 2016

DESDE SANTA TECLA


Un relato gráfico de los coralistas deambulando en torno a Santa Tecla en el ámbito de la desembocadura del río Miño que, por lo que se ve sigue naciendo en Fuente Miña, provincia de Lugo y desembocando en el Atlántico por la Guardia


el mar.... la mar.... 
desde Santa Tecla



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