Hemos llegado en
tropel a la fortaleza de Montenegro, ávidos de historia, leyendas y emociones.
En grupo tan heterogéneo como decidido inicia la visita que transcurre con el
alma absorta y la cámara en ristre para añadir imágenes al inmenso acervo
fotográfico que cada uno ha acopiado en esta histórica visita a la siempre
idílica Galicia.
Entre todos los
visitantes, hay un hidalgo castellano cuya dignidad caballeresca destaca entre
el resto de los mortales integrantes del colectivo; un semblante cubierto por
espesa y entrecana barba que realza bajo su mirada limpia; cabello recortado
que enaltece sus orígenes feudales y una apostura medieval que completa su
atractiva personalidad, componen la figura que va a ser objeto de tarascada
protagonizada por las malévolas meigas.
Sin duda, la
presencia de tan señaladas deidades del mal ha puesto su mirada en nuestro apuesto
caballero. El grupo, entre diletante y absorto, se mueve diligente en torno al
cicerone, que acaba de poner su saber y entender a la presencia de los ávidos
viajeros. Nuestro héroe, sin embargo, sigue ensimismado contemplando tan
belleza arquitectónica como se acumula a su alrededor e ignora cómo el grupo entra
en el cobijo de un espacio cerrado y repleto de historia medieval.
«As meigas» aprovechan la
oportunidad para atraer a nuestro héroe y apartarle con intenciones perversas.
Llenan su mente de incertidumbres y misterio para convertirle en un alma
perdida en la espesa vegetación de la profunda Galicia. Empujado sin dirección
ajustada, camina el hombre, entre perplejo y atemorizado, hasta desembocar en
una insólita calzada, desconocida e ignorada de planos y registros, en la que
decide esperar su rescate.
Don Alonso Quijano,
Caballero de la triste figura y desfacedor de entuertos, está al quite y, una
vez más, ésta desde ultratumba, descubre el entuerto provocado por las pérfidas
magas. Consciente de la urgencia en devolver a su transida esposa y dama doña
Teresa, decide intervenir poniendo al cabo a dos caballeros del volante: don
Tristan de Ulloa y don Roldan de Lavandeira, ―herederos
directos de las hazañas del buen don Quijote―. La ruta,
sometida a encantamiento, que no aparece ni en los mapas ni en registros
controlados, es descubierta al fin, y hacia ella cabalgan veloces e impacientes
a rescatar a nuestro amigo, tan solitario como perdido y perplejo. Allí está,
junto a la señal perdida, a la espera de liberación que será el último agravio
desbaratado por nuestro ilustre manchego.
La llegada al
abrigo común es recibida con la algazara que releva entusiasmada a la
incertidumbre, el desconcierto y la angustia provocada por un mal de ojo de las
malvadas meigas; que nadie ha visto jamás pero, como confirma este singular relato,
«haberlas haylas» …
A mis muy queridos amigos
Antonio Barrio y
Teresa Hernández
Eduardo García
Burgos 5 de junio de 2016
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