miércoles, 15 de junio de 2016

UN EMBRUJO EN MONTERREI




Hemos llegado en tropel a la fortaleza de Montenegro, ávidos de historia, leyendas y emociones. En grupo tan heterogéneo como decidido inicia la visita que transcurre con el alma absorta y la cámara en ristre para añadir imágenes al inmenso acervo fotográfico que cada uno ha acopiado en esta histórica visita a la siempre idílica Galicia.

Entre todos los visitantes, hay un hidalgo castellano cuya dignidad caballeresca destaca entre el resto de los mortales integrantes del colectivo; un semblante cubierto por espesa y entrecana barba que realza bajo su mirada limpia; cabello recortado que enaltece sus orígenes feudales y una apostura medieval que completa su atractiva personalidad, componen la figura que va a ser objeto de tarascada protagonizada por las malévolas meigas.

Sin duda, la presencia de tan señaladas deidades del mal ha puesto su mirada en nuestro apuesto caballero. El grupo, entre diletante y absorto, se mueve diligente en torno al cicerone, que acaba de poner su saber y entender a la presencia de los ávidos viajeros. Nuestro héroe, sin embargo, sigue ensimismado contemplando tan belleza arquitectónica como se acumula a su alrededor e ignora cómo el grupo entra en el cobijo de un espacio cerrado y repleto de historia medieval.

«As meigas» aprovechan la oportunidad para atraer a nuestro héroe y apartarle con intenciones perversas. Llenan su mente de incertidumbres y misterio para convertirle en un alma perdida en la espesa vegetación de la profunda Galicia. Empujado sin dirección ajustada, camina el hombre, entre perplejo y atemorizado, hasta desembocar en una insólita calzada, desconocida e ignorada de planos y registros, en la que decide esperar su rescate.

Don Alonso Quijano, Caballero de la triste figura y desfacedor de entuertos, está al quite y, una vez más, ésta desde ultratumba, descubre el entuerto provocado por las pérfidas magas. Consciente de la urgencia en devolver a su transida esposa y dama doña Teresa, decide intervenir poniendo al cabo a dos caballeros del volante: don Tristan de Ulloa y don Roldan de Lavandeira, herederos directos de las hazañas del buen don Quijote. La ruta, sometida a encantamiento, que no aparece ni en los mapas ni en registros controlados, es descubierta al fin, y hacia ella cabalgan veloces e impacientes a rescatar a nuestro amigo, tan solitario como perdido y perplejo. Allí está, junto a la señal perdida, a la espera de liberación que será el último agravio desbaratado por nuestro ilustre manchego.

La llegada al abrigo común es recibida con la algazara que releva entusiasmada a la incertidumbre, el desconcierto y la angustia provocada por un mal de ojo de las malvadas meigas; que nadie ha visto jamás pero, como confirma este singular relato, «haberlas haylas» … 
A mis muy queridos amigos
Antonio Barrio y
Teresa Hernández


Eduardo García
Burgos 5 de junio de 2016

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